Sexo sucio a lo Walking Dead

Si en vez de Rick Grimes hubiera sido yo, mi yo de dieciocho o diecinueve años, máximo veinte, el que hubiera despertado en un hospital un mes y medio después del apocalipsis zombi, de seguro no hubiera sobrevivido las siguientes veinticuatro horas. Ni que decir que jamás habría llegado a Atlanta, a la prisión, a Terminus. Ni siquiera a la tienda de la esquina. Y no por lo obvio: no soy policía, ni tengo conocimientos en defensa personal o uso de armamento. También he sido un sujeto bastante apegado a la realidad, y amanecer en un mundo sucumbido por una epidemia zombi, el zombi de Hollywood, que no el haitiano, amanecer en medio de lo que parecería una fantasía gore me hubiera descolocado de tal forma, que la sensación de desrealización me hubiera devorado el cerebro más rápido que una horda de caminantes hambrientos (dejemos de llamarles zombis para respetar el canon). Todo eso sería, en definitiva, lo de menos.

En Trilogía sucia de la Habana, Pedro Juan le dice a una prostituta, de seguro Luisa, no lo recuerdo, que el sexo no es para personas escrupulosas, para personas higiénicas o demasiado prudentes. Y mientras le dice esto le mete tres dedos por el culo, llenándose de su mierda. Tampoco recuerdo si eso es lo que pasa, pero bien podría haber pasado. Y la mujer se corre y él se queda en el mueble, con la mano llena de heces, sin apremio por limpiarse, mientras espera que le den alguna lamida a su pene, lo más probable es que con mal aliento; con el aliento mezclado de otra docena de felaciones en sus dientes, sus encías, su lengua sin cepillar, sumadas a un almuerzo carnívoro y etílico, que espera con paciencia el tiempo de la descomposición natural.

La cosa es que yo nunca podría hacer algo siquiera parecido. Por eso jamás he logrado tener ninguna variante del sexo anal, a pesar de que la figura, en sus fórmulas más depuradas, despierta cierto morbo en mí, que viene a mezclarse sin demoras con la culpa y el recato. Por ello no solo no he tenido ninguna forma de sexo anal, sino que cualquier insinuación de que puede darse la posibilidad ha terminado por arrancarme la erección que había alcanzado, resultando bastante cuesta arriba volver a conseguirla, para completar al menos una transacción burda, similar al acto sexual, que no me deje tan mal parado.

Porque, si somos sinceros, y para llegar al punto, aceptaremos que sobrevivir a una invasión de caminantes es bastante parecido a sobrevivir al sexo sucio, al más sucio de los sexos sucios. Se necesita ser lo menos higiénico y pudoroso posible, perder todo impulso de limpieza, para tener al menos un poco de éxito: tomar el cuchillo y enterrárselo en el cráneo semideshecho al caminante, con tus manos ahora llenas de sangre coagulada, carne rancia, pedazos de hueso débil y, con suerte, algunos gusanos. Todo ello con la seguridad de que no tienes un baño cerca, jabón, gel antibacterial, lejía; y con la seguridad de que si lo tuvieras no se puede desperdiciar el tiempo en minucias, porque alguien ha soltado un disparo y es cuestión de tiempo antes de que el sonido atraiga a más caminantes, y todo el grupo se encuentre en un callejón sin salida. Entonces toca retrasar la satisfacción de la limpieza para mantener la de la supervivencia. Toca dejarse la mano embarrada de mierda mientras se espera recibir la felación.

Por ello, al levantarme en el hospital tras días enteros sin bañarme, en un escenario lleno de cuanta inmundicia pueda caber en un plano televisivo, la única voluntad que podría juntar para moverme sería la de buscar una regadera y regresar toda esa suciedad a su lugar, conseguir algo de ropa limpia y quedarme refugiado en algún lugar donde no lleguen los olores a muerte. Porque nadie habla de los olores de los caminantes. Ni de sus propios olores. O no lo hacen lo suficiente. Pero yo siento que puedo olerlos, cada segundo, incluso cuando pongo todo mi empeño en no hacerlo.

Recuerdo que esa fue la razón que me llevó a un psicólogo a los 16 años, y que derivaría en poco tiempo en el anuncio de que tenía un Trastorno Obsesivo Compulsivo. Al menos recuerdo que fue el primer motivo del que me atreví a hablar: mi relación con los olores. Cerca de mi casa estaba el cementerio municipal, y muchos santeros (o paleros, o espiritistas; nunca comprendí las diferencias ni me interesaron) pasaban por allí en las madrugadas para hacer sus rituales. A la mañana siguiente se encontraba el saldo, en la forma de animales muertos: gallinas, palomas, chivos, perros. La verdad no sé qué tipos de animales eran porque yo pasaba sin mirar y sin oler. Sobre todo sin oler, aunque pudiera imaginar a la perfección los olores y la carne, incluso los pelos, pegados a los huesos, con una capa de baba de muerte como adhesivo, que servía de criadero, de nido, para las bacterias que revoloteaban, en una orgía gastronómica, sobre el cuerpo del animal, mientras esperaban posarse sobre un nuevo pasajero, sobre algún desprevenido transeúnte, que bien podría ser yo, aunque no estuviera en lo absoluto desprevenido.

Y supongo que el sentimiento, el rechazo por el olor era colectivo, aunque no todos lo compartieran con mi intensidad; porque en algún momento los vecinos terminaban por cubrir el cuerpo con cal para procurar que el resto de su descomposición sucediera con los menores olores posibles. Pero eso no era suficiente para mí. Yo tenía que pasar aguantando la respiración, oliera o no, hubiera un animal muerto o no. Y si era posible no pasar por allí, mejor.

Aguantaba la respiración desde unos doce pasos antes de la zona de peligro y mantenía la postura hasta unos doce pasos después. Luego expulsaba el aire por la nariz, con fuerza, al menos una docena de veces, como una onomatopeya ambulante, para evitar que entrara aire nuevo, porque sentía que algunos microorganismos de esos que abundan cerca de la muerte, y que habían burlado mi apnea, trataban de hacerse camino por el inicio de mis fosas nasales, en búsqueda de la ruta hasta mis zonas vulnerables, para matarme, para volverme un cuero pegado al esqueleto, bañado de ese adhesivo de baba de muerte, hasta que alguien me llenara de cal o cometiera el error de enterrarme en un cementerio, para así continuar el ciclo y convertirme en el foco de infección, en la bacteria que mata una y otra vez, sin descanso. Y hacía lo mismo cuando pasaba al lado de bolsas y camiones de basura, pescaderías, camiones de vacas y cochinos, mendigos y la tienda de mascotas cerca de mi casa, donde parecía que no bañaban a los perros.

En las sesiones con mi psicólogo, descubrimos la base de esa compulsión. Cuando tenía unos seis años, una tía me dijo que ella no usaba desodorante y que, en cambio, se protegía del mal olor en las axilas oliendo un trozo de limón, que siempre mantenía en su cartera. Cuando me reveló esto, también me explicó la razón: el mal olor era producido por bacterias que volaban por el aire, entraban por nuestra nariz y se posaban o expulsaban por ciertas partes de nuestro cuerpo. Por eso, cuando ella olía a alguien con mal sudor, sacaba su limón, lo olía con fuerza, bien pegado a la nariz, y aseguraba que así nunca padecía de malos olores, pues el limón mataba a las bacterias antes de que pudiesen cumplir su maligno mandato. De aquella conversación, lo único que quedó grabado en mi sistema fue: el mal olor son animales diminutos con la capacidad de entrar por tu nariz. Ergo: no respires nunca cerca del mal olor, a menos que quieras arriesgarte a tener una colonia de parásitos, que te hagan oler mal y morir. La conclusión de la muerte, suponemos, fue una distorsión de mi cosecha.

Un par de años después de esto, tras abandonar la terapia, sin haberme curado aún de mis obsesiones, tuve una novia que a menudo tenía mal sudor, un muy mal sudor, intenso, casi de hombre, de obrero al final de la jornada. Decía que cuando se bañaba a veces se le olvidaba limpiarse ciertas partes del cuerpo, que rara vez recordaba usar desodorante, y así de despistada, de desprolija, era para la mayoría de las cosas. Pero me dejaba lamerle las tetas, ácidas, a veces, por el sudor, y meterle mano en las nalgas, ambas bien jugosas y tiernas, mientras me calentaba a la espera de quitarnos ambos el virgo. Pero nunca se daba el momento porque, ya cerca de arrancarle las pantaletas, se veía una pulsera en la muñeca que decía “¿Qué haría Jesús en tu lugar?” y se cortaba. Y yo pensaba, como un chiste solo para mí, que Jesús, en su lugar, se habría lavado bien las axilas y se hubiera echado, cuando menos, un poco de talco.

Mi esperanza estaba puesta en que las hormonas se impondrían, tarde o temprano, sobre el trauma religioso, así que tomé la decisión de aguantar el mal rato, mientras debía matarme a pajas en el baño del centro comercial cerca de su casa, después del daño recibido en mi miembro tras cada cita, que cada vez quedaba más adolorido. Y mientras continuaba en mi búsqueda, poco a poco terminé por acostumbrarme a su mal olor. Y una tarde que la tomé desprevenida y le ofrecí unos masajes, y la convencí de quitarse la ropa para recibirlos, noté que debajo de sus pantaletas, debajo del hilo, en las nalgas, tenía más pelos que yo, que ya para entonces acostumbraba a afeitarme de cuerpo completo, asqueado de mis vellos. Aquel día resistí el panorama, una vez más por la esperanza, pero poco a poco también comencé a acostumbrarme a la selva que escondían sus pantaletas, unas tardes sí, otras no, de acuerdo a la motivación que tuviera de afeitarse o dejarme pasar allí adentro.

Cuando caí en cuenta de ello, me sentí aterrado sin poder precisar por qué, aunque mucho después, cuando retomé mis estudios de psicología, no tuve dudas sobre la procedencia de ese terror. No hay nada peor para un obsesivo compulsivo que la certeza de saber que hasta la más profunda de las obsesiones y la más obligante de las compulsiones puede desaparecer en el calmo mar de las costumbres que se insertan silenciosas. Notar que todo el esfuerzo que has puesto en sostener una conducta destructiva, una obsesión, una compulsión, puede deshacerse, deshacerse por completo, con solo acostumbrarte a pequeños actos de resistencia, da tanto o más miedo que enfrentarse al ridículo de verse expuesto en la más vergonzosa de las compulsiones.

Y eso es lo que me aterra de amanecer una mañana y notar que me he vuelto el sustituto de Rick Grimes. Que sé que, de verme en la necesidad, de matar al primer caminante, embarrarme en su mierda, llenar mi franela de su sangre, de no poder limpiarme las manos de inmediato porque algún maldito ha disparado y hay que huir de la escena, de ser ese el caso, podría soportarlo. Tal vez no a la primera, pues mientras huyo voy a sentir mis manos latir, mi piel latir, producto de la hiperatención de saber que allí hay bacterias que se alimentan de mí, que se rifan mi carne, sin pudor. Y en ese justo momento me va a picar la nariz o el ojo, y no voy a poder rascarme, porque jamás acercaría mis inmundas manos a ninguna de mis mucosas, expertas en chupar bacterias y transformarlas en muerte.

Y ya sabemos que aquí nadie muere, que aquí todos caminan tras el latido final. Y yo desde hace mucho que no creo en una vida después de la muerte, que no quiero creer en una vida después de la muerte, y mucho menos en una muerte después de la muerte.

No quiero creer, en definitiva, que es razonable y hasta inteligente apostar a que, de verme empujado a ello (y las situaciones en este mundo apocalíptico te empujan cada segundo), de verdad tendría buenas probabilidades de sobrevivir a las primeras veinticuatro horas tras mi despertar en el hospital, e incluso podría llegar a Atlanta, la granja, la prisión, Terminus, Washington y cuantos destinos me tocase visitar. Es muy difícil pensarlo, y no quiero pensarlo, porque hacerlo es asumir que, tarde o temprano, de darse la secuencia de eventos lógica en este tipo de universos narrativos, empezaría a curarme, empezaría a acostumbrarme.

Porque lo cierto es que en algún momento me acostumbraría. Y como no soy Rick, porque nunca sería un policía, entonces no tendría a ninguna Lori, a ninguna mujer. Pero tengo dieciocho o diecinueve años, máximo veinte, soy virgen, y lo último que recuerdo similar a una vida sexual, antes de despertar en el hospital, es chuparle las tetas a una chica religiosa y matarme a pajas en un centro comercial. De modo que en algún momento, en medio del circo gore, con mi camisa sucia, una pistola en el cinto, quizás en el pasillo de un supermercado abandonado, conocería a alguna chica, que me miraría raro a la primera, y le pasaría el dato a los televidentes y a mí de que en media decena de capítulos íbamos a darnos nuestro primer beso e íbamos a tener sexo.

Y no sé si estaría preparado, a la primera oportunidad, para soportar los malos olores de esta chica, para meterle los dedos en una vagina mal bañada y peor afeitada; para dejar que me masturbe con las mismas manos que acaban de desnucar a un caminante. Para chuparle unas tetas con sudor de tres días, porque no hemos podido parar, porque los caminantes no nos han dado respiro en meses de trashumancia, porque seguimos caminando en círculos sobre la zona rural y aún no encontramos la prisión (como si eso pudiera llegar a ser un aliciente). Pero, peor aún, no sé si estaría preparado para dejarle que huela mi pene mal bañado, pues de seguro para entonces ya me habría resignado a la falta de regularidad del baño, que es de las cosas a las que sé que podría acostumbrarme. No sé si estaría preparado para eyacularle mi semen rancio, con la seguridad de que no encontrará una forma de limpiarlo, y se le quedará al menos un poco, como una costra olorosa, en el medio del ombligo.

Y yo, que nunca he podido siquiera orinar en un monte o en un árbol, porque creo que una procesión de bacterias subirán a contracorriente por mi orina para entrar enseguida por mi uretra y pudrirme el pene con una centena de enfermedades; yo, que nunca he podido tender mis interiores por su cara interna, porque creo que las bestias que habitan en la cuerda del tendedero se pasarán a mi interior y luego a mi pene, para que después alguien tenga que amputármelo; yo, que me limpio las manos antes de masturbarme, tendría que tener sexo al aire libre, en un mundo donde la muerte no se mantiene bajo tierra y aparece siempre en los peores momentos.

Cuando empezamos a ver psicoanálisis en la universidad, todos mis amigos y yo estábamos bastante excitados con la idea de buscar trazas inconscientes y detectar actos fallidos en cualquier conducta de los otros o nosotros mismos. Un día que habían cerrado por algún tipo de reparación el baño de hombres que yo siempre usaba, el único que podía usar y solo en emergencias, una amiga me ofreció la opción que a todos siempre parece obvia de buscar un árbol o un rincón para orinar, y yo le confesé mi compulsión. Ella soltó una interpretación: la mayoría de mis compulsiones tenían como centro mi pene, porque yo la consideraba la parte más débil de mi cuerpo, y al considerarla débil, toda la base de mi seguridad como hombre se destruía. Y remató: “Con un perfil así, no me extrañaría que me digas que eres virgen”. Yo acepté su interpretación incluso admirado, porque mi terapeuta, en meses de consultas, nunca había llegado a una conclusión ni la mitad de perspicaz. Pero todavía al día de hoy no puedo orinar en los árboles, ni tener sexo anal, ni colgar los interiores por su lado interno.

A mis trece o catorce años, cuando me empezaban a atraer las mujeres de una manera más claramente sexual, ahora que había visto algunas porno y entendía mejor cómo funcionaba el sexo, empecé a desarrollar unas fantasías que me costaba aceptar. Si una mujer me gustaba, si tenía sentimientos agradables por ella, imaginaba que le hacía el amor, le lamía los pezones, el clítoris, y le eyaculaba dentro de un condón, todo limpio, todo romántico y novelesco. Pero si solo me atraía su físico, y más, si sentía cierto rechazo por su personalidad, solía imaginar que le hacía sexo anal, que le eyaculaba en la espalda y me limpiaba con su pantaleta, y la perspectiva me excitaba a rabiar, al tiempo que me daba un profundo asco y una sensación muy parecida al miedo. Para entonces, calculaba que la mejor forma de saber que una mujer me gustaba en serio era notar que no podía imaginarme teniendo sexo anal con ella. Por ello no puedo dejar de pensar que la suciedad no es más que otra de las muchas máscaras que asume la violencia. Una de sus máscaras más repugnantes y no por la más evidente de las razones.

Entonces, estoy frente a la chica que los guionistas han puesto en mi camino para que sea mi novia, acabamos de pasar por el vértigo de una tanda de caminantes descabezados, nos hemos apartado del grupo para conseguir un sitio donde quitarnos la inmundicia, y lo único que hemos conseguido es un pequeño charco (que a eso no se le puede llamar lago). Llegamos entre risas y medias carreras al lugar. La adrenalina de estar vivos, de haber descuartizado sujetos diseñados para asquear en horario estelar, en horario de cena frente al televisor, nos mantiene en un limbo en el que todavía no se puede analizar nada de lo que ha pasado. Nos hemos ido acostumbrando a matar. Yo me he ido acostumbrando a matar (que a ella no le costó nunca), a embarrarme de sesos, de pus, de bacterias, y ya no siento mis manos latir mientras encuentro un lugar para limpiarme. Incluso he llegado a rascarme un ojo después de alguna batalla. Ya no pienso que voy a morir de alguna infección. Ahora sé que siempre he estado muerto. Como todos en este universo.

Mis obsesiones han pasado por duras pruebas, y una a una las he ido ganando. El pánico original, de saber que me curaba, de saber que nunca fue tan complicado, que todo era un juego de trampas de mi mente, que desde siempre tuve la capacidad de romper el ciclo de compulsiones, de expulsar los pensamientos intrusivos, todo eso se ha ido sustituyendo por una sensación de victoria. Cuando tuve mi novia religiosa, creía que no había nada más grave que acostumbrarme a sus malos olores y a su vagina y sus nalgas llenas de pelos. Pero ahora he tenido que acostumbrarme a cosas más crudas. Yo, que creía que no sobreviviría las primeras veinticuatro horas, me he vuelto un superviviente pujante. Ya logro propinar headshots sin mediar espacios para apuntar, sin que me remuerda la consciencia. Ya apunto una pistola, amenazo con el filo de un cuchillo, a cualquiera que intente lastimar a nuestro grupo, esté vivo o muerto. Ya soy un personaje más de esta historia y por eso no me afeito ni me baño. Pero me falta cerrar el círculo del sexo.

Cuando mi novia religiosa leía la pregunta que le hacía su pulsera, yo trataba de convencerla del absurdo de tal cuestionamiento. Si Jesús estuviera en su lugar, tiraría conmigo; porque todo se trata de una cuestión de contexto. Y si ella o yo estuviéramos en el lugar de Jesús, hubiéramos muerto en la cruz. Simple. Pero era una batalla del intelecto más que de las hormonas. Me interesaba convencerla de los postulados de mi ateísmo, más que de mis ganas de hacerle el amor. Porque, de alguna forma, sus prejuicios me protegían. De allí que después de ella desfilara ante mí otro trío de novias atrofiadas sexualmente (cada una menos que la otra, si hay que ser justos con la verdad). Si todavía no podía orinar frente a un árbol, quizás aún no era tiempo de buscar complicaciones mayores en el sexo. De seguro mi pene seguía siendo la parte más débil de mi cuerpo.

Por ello no puedo más que quedarme aturdido cuando mi chica se coloca de espaldas a mí y se quita la franela. No lleva sostén y se le ven las marcas del bronceado, que delatan que esa camisa es la única que ha usado en mucho tiempo. Su espalda está sucia, pero su piel es tersa y suave. Puedo ver el contorno de sus curvas y un flash del lateral de su seno izquierdo. Es pequeño, pero firme y delicioso. Quiero lamerla en cada centímetro al mismo tiempo que quiero salir corriendo. Cerca de su hombro se ve un manchón seco de sangre, y justo allí apoya su quijada, tras voltear su rostro para mirarme con picardía. Ella sabe a dónde lleva esto y no le importa en lo absoluto.

En su muñeca no veo ninguna pulsera cristiana, y sé que jamás ha dejado que ningún pensamiento bloquee ninguno de sus deseos. Los guionistas sabían que esa era la chica que necesitaba, que la cacería de caminantes era la preparación, que si ambos estábamos sucios, malolientes y peludos las opciones mejoraban.

Se baja los pantalones, apretados a su trasero y sus piernas, y las pantaletas intentan bajarse con ellos, resistiendo al último segundo y dejando ver solo la mitad del espectáculo, la mitad de esas nalgas hermosas y sudadas. Se da media vuelta y se tapa los senos con las manos, solo por juguetear conmigo. Saca un dedo índice de su improvisada autocensura y hace un gesto que me exige cercanía.

Estoy excitado a rabiar y son pocos los pensamientos racionales que me cruzan la cabeza. Por un momento se me ha olvidado que jamás he orinado frente a un árbol. Ni siquiera en este largo viaje de matar caminantes (en serio, cuando no he tenido baños cerca, he orinado dentro de botellas, que yo me encargo de lavar y secar de forma exhaustiva y mantener selladas con bolsas de supermercado). Me saco la camisa, desesperado, destrabo la correa y me bajo los pantalones. Allí, en un bolsillo, se quedan los condones, que llevaba por precaución desde que la conocí y que ahora había olvidado por completo. Ella sigue la secuencia y se baja las pantaletas. Para mi sorpresa, se ha afeitado. No sé cuándo. Quizás había planeado todo esto con detalle. Se da otra media vuelta y se lanza en el lago. Yo me quito los interiores y los lanzo al suelo. Caen a la tierra por su lado interno y ni siquiera lo noto. Ni siquiera estoy pensando. Mi pene está erecto y me siento orgulloso de su tamaño, su forma, su dureza, sus pecas, sus venas.

Por un momento pienso que soy el hombre más viril de la serie, de la Tierra; que detrás de las pantallas millones de adolescentes, de adultos, sueñan ser como yo, tener mi suerte, vivir sin escuela, sin universidad, sin trabajo, usar navajas, punzones y pistolas, acostarse con tipas tan sexis como la mía, aunque no puedan verle sus pezones, su clítoris expuesto a simple vista, porque la censura de la serie lo impide; con tipas tan independientes y seguras como ella, sin ponerles excusas, sin dejarlos con la necesidad de descargarse en el baño de algún centro comercial o bajo las sábanas de una cama compartida.

Me acerco a la orilla, meto mis pies y la miro con deseo. Siempre me han vuelto loco las mujeres mojadas. Ella se levanta a medias del agua, me deja ver su desnudez de nuevo y mi miembro se prensa más ante la expectativa. Pero, un segundo antes de terminar de entrar, lo veo: justo a un lado de su cadera, un trozo de piel de caminante flota. Seguro lo llevaba pegado y se ha desprendido al entrar al agua. Empiezo a preguntarme cuántas otras partes sueltas, cuánta sangre, cuántas bacterias, cuántos gusanos de caminante se han desprendido y flotan sobre el agua, o bucean bajo ella; cuántas de esas partes agregaré yo al entrar. Mis brazos, mis piernas, mi torso, incluso mis ojos podrían soportarlo. Pero mi pene todavía no está preparado. Sigue siendo demasiado débil. Sigo siendo demasiado débil.

La erección empieza a menguar y comienzo a sentir unas ganas de volver a vestirme que me doblegan. El aire está lleno de contaminantes, estoy desnudo y mi ropa interior se ha infectado con la mugre del suelo. No puedo continuar desnudo, ni puedo volver a vestirme. No puedo entrar al agua y penetrarla, ni puedo escapar. Doy dos pasos hacia atrás y mi mente hace un recorrido denigrante y privado por todos mis anteriores fracasos. Pero ella lo nota y cambia su rostro por uno de preocupación. Ahora su desnudez ha dejado de ser un arma contra mi hombría, pero me inhabilita mucho más. Me humilla con más fuerza. Trato de convencerme de tomar el bóxer y salir corriendo, de huir de este country barato y despechado que ha empezado a sonar, anunciando el momento sentimental del final, de entregarme a las fauces de un zombi (sí, estoy harto de llamarles caminantes cuando yo y todos sabemos bien lo que son), pero estoy congelado. Empiezo a desear nunca haber sobrevivido las primeras veinticuatro horas, nunca haberme acostumbrado a matar, a rascarme el ojo con la mano sucia y creer que por ello estaba en franca mejoría.

Lo supe desde el primer segundo, cuando amanecí en el hospital, sucio, con la barba sin afeitar y olor a mierda, aunque hubiera jugado a engañarme. Debí haberme quedado allí hasta morir de inanición o rodearme el cuello con un cable, para resumir el proceso. Los hombres como yo no fueron diseñados para ser hombres, para matar zombis, para vivir en el sucio y tener sexo en el sucio. Sobre todo para tener sexo sucio. O tener sexo. Los hombres como yo, sin lugar a dudas, no fuimos diseñados para mujeres así.

Si tan solo pudiera alejarme de ella. Si tan solo pudiera empezar a correr.

5 comentarios en “Sexo sucio a lo Walking Dead

  1. Jajajaja No se ni que decir :=0 (perdona la falta de tildes)
    ¿Has leído «El Perfume» de Patrick Süskind?
    Algunas frases son:
    -Quien dominaba los olores, dominaba el corazón de los hombres.
    -El olor de los seres humanos es siempre un aroma carnal y por lo tanto pecaminoso. (Ahora podriamos agregarle «sucio»)
    Mm… hay otras series mejores para protagonizar, no se…(de nuevo, disculpa mis faltas de tildes) Penny Dreadful, Juego de Tronos; bueh… hablo segun mis gustos. De igual manera estaria envuelto en malos olores y olores a muerte. Y, pues, tal parece que si, que efectivamente el sexo no es para higiénicos al 100% jajajajaja Pobre!!!!
    Saluditos, amigo.

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    • Hola, Erika. Sí, leí «El perfume» hace tiempo, y también vi la peli. Me falta ver la serie que sacaron recién. Y ahora que lo traes a colación, en efecto el mundo de Süskind huele lo suficientemente mal como para que esta historia también se pudiera desarrollar allí. O en las otras dos series que mencionas. Lo cierto es que en efecto son series mil veces mejores. TWD es un bodrio terrible e insoportable de ver, sobre todo para un obsesivo compulsivo de la corrección, porque hay errores de trama cada dos por tres. Si en vez de Rick Grimes hubiera sido yo, mi yo de treinta y cinco años, el que hubiera despertado en un hospital un mes y medio después del apocalipsis zombi, de seguro no hubiera sobrevivido las siguientes veinticuatro horas; pero esta vez por no poder soportar las continuas inconsistencias de trama. Que ya con el sexo sucio no me va tan mal. Jejeje.

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      • Me imaginé q era de Netflix. Quizás hagan una serie corta tipo Penny Dreadful. Me encantó Penny, pero al final sentí como que le dieron un «mateo».

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