Historia de un virus

Cuando declararon la pandemia por coronavirus, los superhéroes nunca pudieron dejar de trabajar. En un mundo habitado por villanos funestos, la cuarentena era el espacio ideal para sus fechorías, y solo los superhéroes podían detenerlos. De cualquier forma, ¿qué podría hacerle un simple virus, una triste gripe a un hombre que levanta un trasatlántico con su dedo meñique, a una mujer que genera un cráter como para matar de nuevo a los dinosaurios con un solo puño sobre el asfalto? Para sorpresa de todos, mucho. Muchísimo.

No ocurrió de inmediato, pero pronto el virus tuvo que mutar para adaptarse a estos sistemas inmunes excepcionales, y ahora los superhéroes y supervillanos empezaban a morirse. Y junto con ellos, el resto de la población mundial moría ahora a cuatro o cinco veces la velocidad inicial. Y aumentando. Las vacunas que se venían preparando ya no servían para nada, y los experimentos tuvieron que empezar de nuevo, basados en esta nueva mutación. Las primeras muestras exitosas fueron las que incorporaron anticuerpos tomados de superhéroes, pero se hizo muy fácil saber cuáles sujetos tomaban el placebo y cuáles la vacuna real, porque estos últimos empezaron a desarrollar superpoderes.

La noticia le dio la vuelta al mundo, y todos querían que la vacuna se liberase inmediatamente, sin más ensayos clínicos. Los pocos superhéroes que quedaban en pie, en cambio, se sentían amenazados. Solo había dos alternativas. La población reducida a cero en un par de años más si no se actuaba, o la población obteniendo superpoderes en cada rincón de la Tierra. Cuando los primeros tiranos, líderes de guerrillas y jefes de bandas criminales lograron hacerse con muestras experimentales de vacunas y obtuvieron superpoderes, la respuesta resultó obvia para todos.

Una coalición de más de mil superhéroes se desplegó a lo largo y ancho del globo, para acabar con los criminales ahora evolucionados a supervillanos, pero también para acabar con las farmacéuticas que controlaban las vacunas. Los científicos no tuvieron más remedio que inyectarse para poder defender su producto y honrar su juramento hipocrático.

Las otroras ratas de laboratorio ahora daban una de las batallas más fuertes que le hubiera tocado librar a héroe alguno. En el proceso, la lista de héroes originales diezmaba y seguían aumentando las amenazas, con nuevos supervillanos surgiendo por doquier, pero también nuevos aliados para los superhéroes entre los sujetos de los primeros experimentos.

El vuelco final sucedió cuando Norteamérica logró vacunar a la cuarta parte de sus marines y el presidente mismo también ganó sus superpoderes. Fuerzas de supersoldados americanos se desplegaron por todo el globo, generando más daño que control del mismo, de modo que científicos y héroes tuvieron que unirse para luchar en contra de un enemigo común, todo esto mientras los servicios médicos decaían en cada rincón y seguía muriendo el grueso de la humanidad.

La solución diplomática llegó un año tarde, con la mitad de la humanidad muerta, amontonada en cementerios que se habían quedado sin espacio hace mucho tiempo. Un comité internacional fue creado para garantizar el desarme, la aniquilación de hasta la última muestra de vacuna existente y la incineración de todo documento que explicara su desarrollo. Los héroes y villanos habían firmado un pacto de no agresión, que se cumplía en buena medida, con excepciones que dejaban un escenario bastante parecido al de los viejos días. Nada imposible de controlar. Después de todo, hasta el peor de los villanos había aprendido la lección y por fin entendían la verdadera magnitud de ese viejo mantra villanesco de acabar con la vida en la Tierra.

Tras seis meses de una extraña y agridulce paz, en la que el virus seguía ganando el espacio que todavía le quedaba por ganar y hasta las naciones más opulentas se quedaban sin recursos para atender esta masacre, un científico que nunca se animó a inyectarse y que guardaba consigo el conocimiento necesario y muestra suficiente de superanticuerpos, desarrolló una nueva versión de la vacuna en secreto absoluto e, ilusionado por un cambio definitivo, se fue hasta un cementerio local, e inyectó la muestra en uno de los muertos.

Cinco minutos de intensa espera y entonces ocurrió lo esperado: el muerto abrió sus ojos. Desconcertado por despertar de la muerte, este hombre, un joven de unos 20 años que había sido lanzado allí hace menos de 24 horas, no parece reaccionar. El doctor saca su equipo y empieza a revisarle la dilatación de sus pupilas, la respiración, los latidos del corazón, la presión arterial. Los signos no eran concluyentes, pero hasta ahora eran prometedores.

Se volteó para buscar una inyectadora, para tomarle una muestra de sangre, y allí vio las otras cien muestras de su nueva y mejorada vacuna, que tenía en caso de conseguir éxito con el primer sujeto. Cuando volteó y se enfrentó al hombre vuelto a la vida, sus ojos por fin lo miraban directamente con la cabeza ladeada, como un perro que mira a su amo sin entender algunas de las decisiones que toma en su vida. La sonrisa del doctor duró solo una fracción de segundo, el tiempo que le tomó entender lo que sucedería a continuación. Acorralado entre montones de muertos, en total desventaja, el doctor cerró los ojos y se entregó por completo al destino que había forjado.

Autoficción

Nunca he tenido la confianza que tienen otros escritores para tomar trozos sueltos de su vida, incluso de las partes más monótonas, y hacer con ellos pequeñas piezas de literatura. Siempre me digo que no hay nada de interés en esos detalles, o que yo no sabría darles la forma o el tono emocional requeridos.

Así que me siento frente a la computadora del trabajo, evadiendo conscientemente mis responsabilidades a solo días de renunciar a mi primer puesto estable y moderadamente bien pagado desde que emigré, y trato de hacer un inventario de lo que tengo cerca de mí, de lo que alcanza mi vista y mi sensibilidad, a ver si algo despierta alguna emoción inédita que valga el ejercicio autoficcional, sin las habituales distorsiones que incluyo cuando me embarco en ese gastado navío.

A mi lado tengo el portalapiceros que me heredó mi vecina de escritorio cuando renunció al que también fue su primer empleo estable y bien pagado en Lima, para regresar a Venezuela, por razones que no termino de entender y que me llenan de una tristeza extraña, porque nunca intimamos más allá del «cómo va tu hija», «bella, creciendo, pila, ¿y los tuyos?», «hermosos, tremendos, deberíamos juntarlos algún fin de semana a ver si se caen bien». Quizás la tristeza es prospectiva, de lo que fantaseo que pude haber perdido si hubiera tenido más tiempo para conocerla. Pero esto no es Hollywood y de nada sirve correr detrás del tren para evitar la partida. Después de todo, ese portalapiceros se lo legó a ella otra compañera cuando se fue a vivir a Texas, y todos estábamos felices por su logro, y antes de ella otro más tuvo el portalapiceros, en una empresa en la que solo sobreviven cuatro personas de las casi veinte que ocupaban puestos cuando yo entré aquí, un año atrás. Igual, aun no me como el último caramelo que me regaló antes de irse, no sé si porque me agrada verlo allí o porque realmente nunca me gustó esa pelota de azúcar hiperprocesada que me brindaba a diario, y lo comía más por compromiso que por gusto.

Pero el portalapiceros pierde todo su potencial y debo mirar a otro lado, y solo hay un audífono, el de la empresa, que se me dañó hace semanas y que me obligó a reacomodar mi PC para que pudiera usar mis audífonos personales, de cable mucho más corto. Audífonos, ambos, que me permitieron cultivar una amistad melómana a distancia, donde cada día había una nueva canción, una nueva banda, un nuevo subgénero del progresivo a estrenar en Spotify, y en los resquicios se colaban infidencias más personales, como en un buen guion, donde todo surge de forma orgánica y casi podemos engañarnos de que no se trata de dos adultos que se esfuerzan por hacerse amigos en el medio del huracán del éxodo, que construyen, cual Sherezade, una conversación que no puede terminar, para tener, como el zorro del Principito, algo que poner en la agenda emocional del día siguiente y sentir que la vida es más llevadera.

Y junto a los audífonos, mi cartera, que siempre me quito al llegar y dejo encima del escritorio todo el día, porque odio estar sentado sobre ese bulto invasivo, sobre ese tumor que me enferma desde el 2014, cuando mi economía cayó por un caño. Y junto a la cartera, un gatito chino que mueve la patita, kitsch, burlista, al lado de una ratita de horóscopo chino, con olor a incienso «atrae clientes» en el aire, porque la jefa no deja lugar al azar o al libre mercado, y trata de controlar todas las variables para que su negocio progrese, aunque eso implique poner sobre el escritorio de un ateo piezas de utilería de un sincretismo trasnochado, que manda el ambiguo mensaje de «confío en tus habilidades profesionales, pero mejor que el gatito agite su bracito por si de verdad no eres tan bueno haciendo lo tuyo».

Y junto a mis amigos sincréticos, un ventilador, del que si lo quisiera pudiera forzar una metáfora aparentemente profunda, en la que quizás equipararía las estaciones a periodos vitales o hablaría del calor como germen de vida, o de las aspas como un ejemplo de tesón, o cualquier tontería por el estilo. Y de allí saltaría a la ventana, y la vista panorámica de San Borja en todo su contraste, y sería una excusa para hablar de Lima, de Perú, de Venezuela, de algo que se supone pude haber aprendido en el inevitable choque cultural, o mejor hablar del cielo siempre nublado, de los pajaritos que hacen nido en la casa vecina, de la mariposa amarilla que siempre nos visita, de los tres aviones militares que dan vuelta y vuelven a pasearse frente a la ventana cada cinco minutos, del pizarrón de mi oficina, recordándome que hoy tengo que terminar el trabajo de un cliente, sí o sí, porque era para ayer y todavía tengo una tarea mayor para terminar antes de entregar mi cargo. Y hasta eso podría ser excusa suficiente para fingir que reflexiono sobre algo más, para que tú puedas fingir que valió tu inversión de tiempo al leer estas palabras.

Definitivamente, admiro a los que practican el ejercicio autoficcional con desenfado. Porque si tuviera que volver a hacer esto mañana, solo tendría el portalapiceros, los audífonos, la cartera, el gatito, la rata, el ventilador, la ventana y la pizarra, y ya vimos que no hay mucho más petróleo que sacar de ahí. Así que mejor volver a la ficción descarada y contar sobre un perro antropomórfico que emprende un viaje de regreso a la que fue su casa, para buscar un hueso que enterró en su infancia, porque espera encontrar algo en él que le dé respuestas a preguntas que no sabe hacerse. Y estoy seguro de que sería mucho mejor que leerme a mí tratando de desenterrar el mismo hueso, fallando una y otra vez, dejando el patio, el cuento, lleno de agujeros, que no supe ni quise volver a llenar.

Multirreseña de pilotos de series

Hace poco más de un año publiqué aquí en el blog una reseña/crítica interactiva sobre Bandersnatch, la peli interactiva de Netflix del universo de Black Mirror. Hasta la fecha no ha sido ni de cerca un post con vistas moderadas, pero igual allí dejé unas cuantas promesas, que espero cumplir en algún momento. Entre ellas estaba esta que cumplo hoy, y que se refiere a publicar en el blog una multirreseña de capítulos pilotos de series. ¿Y en qué consiste eso? Lo explico brevemente.

Hace ya varios años, en un proyecto desesperado que emprendimos entre mi esposa y yo, seleccionamos una lista de capítulos pilotos de varias de las series que más deseábamos ver o que más nos habían recomendado, porque sabíamos de antemano que nunca tendríamos tiempo para ver todas esas series, y no perderíamos nuestro tiempo viendo contenido que fuera menos que apasionante. Supongo que todos hemos tenido esa sensación de que la vida es demasiado corta para leer todos los libros que deseamos leer, ver todas las películas que hay que mirar y, peor aún, sumergirse dentro de todas las series que salen y continúan cada año.

Porque, si te ha pasado algo similar a esto, seguro también te ha pasado que has visto 8 de los 13 capítulos de la temporada de una serie, y ya para ese punto la detestas, pero necesitas quitarte la duda de cómo termina. O ya luego es probable que tampoco te puedas resistir a ver las siguientes temporadas. Porque, que una serie no te guste, no quiere decir que no la escribieron con la prescripción de hacerte adicto a su visionado. Y si hay algo en lo que es excelente la serialidad contemporánea es en pegarte al bingewatching como un yonki al crack.

Eso explica a la perfección por qué seleccionamos, mi esposa y yo, 25 capítulos pilotos para mirar en vez de 2 temporadas completas de 10 episodios. Porque puede que ocupen más tiempo, pero te comprometen menos. Si el capítulo no te gusta lo suficiente, nada te obliga a mirar lo que sigue.

Pero lo cierto es que nunca terminamos de ver todos los pilotos. Y, peor aún, a mitad del camino, incorporamos otra veintena de pilotos más, que tampoco vimos por completo, y luego yo continué con el proyecto a solas (mi esposa supo rendirse a tiempo) y agregué otros tantos pilotos más a la lista, sin poderlos ver nunca por completo. Supongo que eso nos sirvió para aprender que es tan difícil mirar solo pilotos como mirar series completas. En ambos casos, las probabilidades de que te quedes atrapado en un vórtice, donde solo miras lo que sigue por el compromiso de llegar a una meta, autodefinida, son muy pero muy altas.

Pero quizás tú nunca hayas visto pilotos de series, uno tras otro, de modo que es poco probable que entiendas esto que a nosotros nos quedó tan claro al final (o a mitad, qué sé yo) del recorrido: los pilotos son armas de doble filo. Los hay malísimos, pero que la serie que les continúa es magistral, o cuando menos lo suficientemente interesante para valer el visionado (como Bojack Horseman), pero también los hay magistrales o cuando menos destacables, pero que la serie que les continúa es un bodrio o al menos no vale la pena mirarla con seriedad (como «Black Mirror» u «Ozark» si queremos quedarnos solo con ejemplos de series de Netflix y si aceptan que todo esto es mi opinión personal).

Dicho esto, los dejo con la reseña de todos los capítulos pilotos que vi junto a mi esposa y los que vi por mi propia cuenta. Solo una aclaración más: las reseñas están presentadas sin ningún orden, y son escritas sin ningún rigor.

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Consejos para asesinos nóveles de Chejov

El clavo desnudo sobre la pared, el del primer acto, no le sirvió al asesino para colgar a su víctima del cuello y desangrarla en el acto final. De hecho, para el momento en que se escribe esto, ese clavo sostiene un bonito cuadro impresionista con la figura de un arenque rojo, y todos, incluidos policías, familiares y lectores, siguen creyendo que el hombre murió de un infarto. Todos menos el asesino y Chejov.

7 razones para leer un libro

1. Porque el silencio lúgubre que deja al final, su cruel vacío, nos prepara para la muerte.

2. Porque el camino a casa es largo y vas descalzo, porque viajar viajando no es redundancia.

3. Porque el calor atenta y entre sus páginas siempre flotan, como entre sueños, abanicos de posibilidades.

4. Porque no hay mayor placer que el reencuentro con un viejo amigo, aún desconocido, para esperar que amaine el diluvio.

5. Porque del mucho leer y el poco dormir nadie ha perdido la cabeza, pero sí ha encontrado el corazón y el pulmón.

6. Porque todo gran romance debería comenzar al pie de un gran libro.

7. Porque tienes miedo como él del olvido, porque leer es plantar un recuerdo.

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Y a ti, ¿qué razones te motivan a leer?

Para Brigue (extractos)

1

En la casa de mi abuela había un columpio pegado a una mata de mango. Pasarse de uno a otro estaba más fácil que un mango bajito. El árbol de mi abuela en realidad era de manga, aunque el mango de hilacha es mejor, pero deja los pelitos entre los dientes y después uno tiene que tratar de pescar cada pelito con los dedos, y siempre igual termina quedando con esos dientes despelucados. Con la manga no pasaba eso. Era tan suave que nos la comíamos con una cuchara. La manga de la camisa no se arremanga que se le arruga y no hay plancha. El mango de la olla no se agarra que luego se quema y no hay pomada. La manguera del hombre no se rasca, que si se rompe nadie la paga. Mango, manguito, manguera, manga, manganzón, manguangua. Ya está manguariando otra vez ese muchachito, ande a ver si el gallo puso, y pa’ la próxima cuando se meta en la conversación de sus mayores diga permiso. Y cuando yo lo llame no me diga qué, que yo no dormí con usted. Me hace el favor y me dice mande, señora. Pero yo a mi mamá sí le digo qué. Pero su mamá es su mamá y yo soy su abuela. Y a mí me dice mande, señora, o señora nada más, si se le olvida el mande. Está bien. Está bien, qué. Está bien, señora. Así me gusta. Ahora déjenos hablar a su mamá y a mí.

En la casa de mi abuela lo que tenían era manga. Manga, manga y más manga. Cuando no caían las flores, caían las hojas, cuando no caían las hojas caían las mangas. Y si uno se descuidaba le caía en la cabeza y quedaba bruto por un rato. Y si caía en la licuadora, no me gustaba, porque hacían jugo o carato. El mango verde con sal es más sabroso, pero da dentera si te comes más de uno y no me dejaban echarle adobo, porque se me abría un hueco en la barriga. Del columpio nos montábamos mis primas y yo y subíamos al árbol. Mi prima la mayor todavía se chupaba el dedo y no le daba pena, ni cuando le cantaban chupadeo, mamadeo, dale vuelta a lo’ fideo’. A mí no me gustaba porque tenía los dientes salidos, pero jugábamos calidad en el parque. Si nos caíamos, decíamos, locura el médico, lo cura el médico, porque el médico locura todo. Si saltábamos demasiado lejos con el columpio y nos rompíamos la quijada, lo cural médico, el médico Locura, porque el médico locura todo. No aguántabamos la risa y seguíamos encaramándonos a la mata y a los columpios gritando locura todo, lo cura todo. Era el primer juego de palabras que inventábamos. El médico lo cura todo, el Cura y el médico todo locuran. Cúralo todo médico. Medicatura, médico y Cura. Quién cura la locura que no cura el Cura. El otro juego de palabras lo inventó mi papá y era sobre Chichiriviche. Yo siempre le dije Chichirivichi. Mi prima la menor le decía Chivirichiche.

La otra abuela de mis primas vivía en Chichiriviche, y a las mujeres que viven en Chichiriviche les llaman chichivirichenchas. A los hombres se les llama Chichirivichanchos. Así decía mi papá y nosotros nos reíamos. Cinco chanchitos se fueron a pasear y nunca me aprendí lo demás. Chirivichiche, Chirvichiriche, Chivichichire. Los chimichimitos’taban bailando’l coro corito tamboré. Que baile la vieja. Que baile el viejito. Mi abuelo cuando estornudaba parecía que gritara vieja, y retumbaba la casa porque mi abuelo era medio sordo y todo lo decía gritado, y mucho más los estornudos. Y yo creía que lo hacía de chiste porque mi abuelo siempre trataba a mi abuela de vieja pa’ acá y vieja pa’ allá, y mi abuela trataba de viejo pa’ todo a mi abuelo. Que estornude la vieja, tamboré. Que estornude el viejito, ¡VIEJA! Si juego la vieja, yo soy la equis, y empiezo en el medio para después buscar dos esquinas y ganar aunque pongan lo que quieran donde quieran. Con el otro truco que me sé casi siempre termina ganando la vieja. Qué gane la vieja, tamboré. Que gane el viejito. Mi abuela chiquita con abuelo grande vivía en el Bosque. En el bosque de la China, o más bien en el bosque de Ciudad Alianza, y mi abuela grande con abuelo chiquito vivían en los Naranjos de Ciudad Alianza. Yo siempre le decía Sudalianza, y los que manejaban los autobuses decían Sualianza, Sualianza, Primera Etapa, Sualianza. Ciudialianza, Sudalancia, Sudalanza, ambulancia. Mi mamá y mi papá se conocieron porque vivían a cuatro cuadras de distancia. A cuatro cuadras de distancia en Sudalancia.

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Todos los payasos van al infierno

Todos los payasos van al infierno. No hay forma de evitarlo. Aunque paguen sus impuestos, aunque hagan reír a millones, aunque sean bondadosos como una monja ciega, aunque sean padres tolerantes y esposos fieles. Todos los payasos van al infierno. Nunca entendieron que la vida no es un chiste. Que los humanos no estamos para bromas, que dios nos creó como un proyecto serio y los payasos representan un desvío en esa seriedad. Dante habló de la vida como la divina comedia y por ello ahora yace en el infierno, calcinándose por toda la eternidad en una de las pailas más ardientes. Nunca entendió cuánto ofendía a dios con tal título. Dios intenta ser un dramaturgo, no un comediante. Por ello Sófocles está sentado a su diestra y Shakespeare se borró, muchísimos años atrás, entre la niebla del purgatorio.

El sastrecillo valiente y el gato con botas

Solo alguien muy imbécil o muy astuto se vanagloria de una hazaña tan insignificante como matar siete moscas y además lo expresa de una forma tan ambigua como para generar en otras personas la duda de que se trata de alguien que ha matado a siete hombres. Personas que además no se preocupan en averiguar si se trataba de buenos hombres o de villanos, de ancianos sin fuerza, enfermos terminales, enclenques muertos de hambre o verdaderos contrincantes en peso, fuerza, habilidades y altura. En esta historia, el sastre es el idiota, quien luego es puesto a prueba por el pueblo con hazañas que superan en demasía sus limitadas capacidades, de modo que termina muriendo aplastado en las manos de un gigante, en una batalla que, si hubiera sido al menos un poco menos imbécil, jamás habría aceptado librar, haciendo para ello las justas acotaciones de lo que en realidad quería decir con haber matado a siete.

Pero en esta historia también hay un astuto, investido en la figura del político del pueblo, o con más precisión en la figura de su gato, quien fungía como su principal asesor y, tras conocer la historia original, le conminó a tatuarse en un brazo que había matado a nueve de un solo golpe, y salió junto a él a desfilar su hazaña y ganar puntos en este absurdo lugar donde los asesinos confesos y los gatos calzados conseguían más opciones de trabajo que los obreros y los campesinos. Y de esa forma, usando como eslogan de campaña su “nueve de un golpe”, forrando las calles con pancartas, visitando hospitales infantiles y colocando primeras piedras sobre terrenos baldíos que para siempre quedarían con esa única piedra, terminó el político escalando cada peldaño escalable dentro de la pirámide de poder de su reino, hasta recibir el reinado y a la princesa más bella por esposa, sin haber tenido que enfrentarse a ningún gigante, a ningún león, a ningún unicornio, jabalí o tigre de bengala; sin haber tapado un hueco en la calle, plantado un árbol o botado cuando menos su propia basura en la cesta. A decir verdad, ni siquiera había matado a las nueve moscas. Ni a siete. Ni a una. Y el gato no había tenido que enfrentarse a ogro alguno o a cualquier otro peligro, pues siempre consiguieron, él y su asesorado, quien hiciera las cosas por ellos y les regalase el beneficio de darse el mérito, a cambio de limosnas o cuando menos de no ver cumplidas las amenazas que sobre ellos lanzaban.

***

He allí toda la grandeza de la astucia de aquel gato con botas y la magnífica suerte de su asesorado. Y he allí que el verdadero imbécil de esta historia es el pueblo y no el pobre sastrecillo, quien al menos era capaz de matar moscas y bordar cinturones, dos cosas que no cualquiera que lo desee o que lo intente puede hacer.

***

Lo siento. Cuando empecé a escribir este blog, me prometí que no escribiría cuentos con moraleja. Permítanme empezar de nuevo. Esta vez no les quitaré tanto tiempo.

El sastre (en esta versión es negro y de algún barrio norteamericano pobre) mató siete moscas de un solo golpe, se lo tatuó en la frente, se puso dientes de oro, piercings en cualquier rincón visible, ropa ancha y cadenas gruesas, y produjo un disco de rap: They fall like flies. Años después, con fama y fortuna, confesó que al inicio de su carrera tuvo que matar a 7 gánsters de la industria para llegar a donde llegó. Alcanzó a estar preso solo dos años. Lo mataron en las duchas, apaleado, entre doce, todos con tubos y dos de ellos con cuchillos. Un video de su cuerpo desnudo, mojado y ensangrentado, bajo cuatro regaderas abiertas, se subió a la Internet y es, para la fecha, su video con más vistas.

Y los gatos… pues, los gatos no hablan, y si les ponen botas tenlo por seguro que es el gato afeminado de una mujer probablemente demasiado idiota como para que juntos protagonicen aventuras que tengan algún interés para este libro. Pero si lo que quieren es un cierre algo más circular, piensen que la chica publica un video de su gatito con botas, se hace viral y ahora tiene más vistas que el de la muerte del sastre. Decide hacerse un canal y monetizar, pero para escalar debe asesinar a las 7 cat vloggers más poderosas. Hoy está presa, pensando en el suicidio, esperando tener la misma suerte que aquel rapero. Suerte que nunca le llegará y suicidio que nunca se atreverá a concretar. Pero su gato al fin pudo quitarse las botitas. Y el sombrerito y el pantalón.

Clickbait

No creerás lo que pasó en esta ficción.

 

Un cuento prepotente se acercó a un personaje de relleno para insultarlo.
El diálogo que le actuó lo dejó sin palabras.

 

Este narrador juntó a los diez personajes más bizarros en su historia.
El número ocho te pone los pelos de punta.

 

Todos creían que era una microficción adolescente,
pero cuando se quitó la blusa quedaron con la boca abierta.

 

Un metanarrador portugués deja un error ad rede en su cuento.
El nuevo significado de la historia es hilarante.

 

Nadie tomaba en cuenta a ese pobre relato,
hasta que se quitó el disfraz y mostró a su millonario autor.

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Relato cómico de aficionado termina fatal.